viernes, 3 de agosto de 2007
¿Cuánto traes, cabrón?
"No puedo llevarte hasta dentro porque tengo que entregar". No tenía opción. Bajé del taxi, no con buena manera, después de pagar 35 pesos a un chofer imberbe y parco. Estaba a cinco cuadras de mi casa. Las doce y media de la noche y algunos resabios de masa peatonaban entre las calles vacías. Aún no pasaba el camión recolector de basura. "¡Qué culero es el duranguense!", pensé respecto a la música del taxi.
La esquina que forman las calles de Ingenieros y Avenida Cimatario está custodiada por un templo católico, "Parroquía del Misterio de Pentecostés", estructura de concreto y madera prematuramente en vías de descomposición, circundada por malla ciclónica. De noche parece más el ala poniente de un penal de máxima seguridad. Si no fuera por la cruz.
Manchas de grasa, papeles de tacos, bolsitas de gelatina. La acera del lado poniente coleccionaba las primeras reliquias. "Mañana tenía unas notas por entregar, pero no podía darme el lujo de desvelarme otra vez frente al monitor", pensaba mientras caminaba a casa.
Alguien me dijo que la ciudad se mantenía segura a causa de pagar un precio facistoide y represor. Si bien algunos tenían que ser sacrificados, bien valía la pena "madrear" a unos para proteger y condicionar a los demás. Mensaje cínico, claro y contundente, con carácter instituticional de la seguridad pública contemporánea.
"¡Párate cabrón". Una patrulla ciega, sin luces, que circulaba sobre el otro carril, de la acera de la derecha, eructó ese grito garraspeado. Lo ignoré. Siete pasos. La patrulla ya estaba en frente de mi. Observé que había quedado mal estacionada. Dos oficiales de contrastante apariencia -uno alto, viejo, blanco, pelo cano y delgado; el otro bajo de estatura, moreno, pelo encrispado y chicle. "¿Cuánto traes, cabrón?", me increparon. No supe qué decir. Estaba pensando en darles cincuenta pesos que estaban destinados para comprar revistas. Sentí un dolor muy agudo, de judo policial, en mi brazo derecho. La mano del oficial moreno estaba destrozando mi articulación. Mi cara sentía el frío de la malla ciclónica del templo. Las luces de la calle estaban apagadas. Un perro ladraba como a cien metros de donde estábamos.
Mi billetera se atoró de milagro con los botones del bolsillo trasero; me hubiese dolido más perder las tarjetas y credenciales que los ciento cincuenta pesos. Mi mochila cayó al piso después de que me empujaron contra la malla ciclónica. ¿Fueron dos o tres minutos? La patrulla arrancó con un chirrido de llantas. "¡Cuídate, putito!" El bosillo derecho aún contenía las monedas que me dio de cambio el taxista. Pero el izquierdo no portaba más el celular Motorola C261 de $890 que había adquirido hace un año en el Oxxo que está enfrente del templo, cruzando Avenida Cimatario.
Se me secó la boca. Sentí como si sudara mierda y cagara sangre. Ahora yo había pagado mi cuota de seguridad ciudadana. Respiré. Me habían visitado los delegados municipales para invitarme a hacer mi depósito. Ahora, con mi contribución, la ciudad va a estar más segura, pensé. A veinte metros venían caminando dos pandilleros de Los Memos, banda anacrónica punketa de la colonia. Más que miedo sentí un sentimiento fraternal con solo verlos. A ellos les ladraba aquel perro dos o tres minutos antes.
"Fotografía: "Coincidencias", Enrique Servín. De la serie "Árboles Humanos".
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