La izquierda mexicana actual, concretada principalmente en la imagen del Partido de la Revolución Democrática, padece una extraña enfermedad que les llegó de súbito, aunque ya se advertía su posible contagio: epidemia tribal escatológica con tufo a demagogia y democracia de levantadedo, arrebatos de micrófonos y abstinencia autocrítica. Ceguera, pues. Peste que se alegoriza en cada personalidad perredista y que exacerbó sus propios fantasmas, los mismos que ha atacado la izquierda desde la trinchera de la obstinación.
Quizás el hombre que esperó confiado un proceso democratizador en automático, como quien espera la previsible luz verde del semáforo, sea el mismo que se ha visto enclaustrado en una campaña presidencial perpetua. Quizás ese mismo hombre fue el primero en padecerla y en regarla con vehemencia por toda la clase política de izquierda de nuestro país. Quizás ese hombre sea el único que pueda ver y guiar a sus parroquianos, aunque sea por un instinto febril con coqueteos autoritarios.
Ni siquiera los hombres puestos en cuarentena obligada por videoescándalos sobre pedido (¡etimológicamente escándalos de la vista!) se han librado de padecerla; ellos desarrollan, incluso, sintomatología radicalmente autodestructiva, cerrando posibilidades de cura alternativas y progresistas con rumbo y visión.
Gradualmente le ceguera avanzó y terminó por infestar las dos principales tendencias: el Frente Amplio Progresista y Nueva Izquierda. Así, la ceguera blanca terminó por degenerar a sus hombres y mujeres, funcionarios, candidatos, acarreados, militantes, simpatizantes... los infestó de sus propios y más bajos instintos: votaciones fraudulentas, tomas pendilleriles de tribuna, enfrentamientos verbales y físicos, protestas cacofónicas.
Se apeló a la nulificación de los principios democráticos de izquierda y se fraguó una quimera, gestada por sentimientos antiliberales y miserables. Egoísmo y canibalismo, orquestado con un bajo continuo lúgubre: “¡Voto por voto, delegado por delegado!”. Y la sociedad, corrompida, expectante, defraudada, impotente, ciega al fin, sintió que su último reducto de esperanza se esfumaba, al igual que su ulterior participación sufragista, en un proceso interno, antidemocrático, espurio y ciego.
Ensayo sobre la Ceguera (1995), le valió al escritor portugués José Saramago (Azinhaga, 1922) el Premio Nobel de Literatura 1998. Una parábola de la cotidianidad actual, que en sentido eminentemente simbólico, hace referencia a la ceguera crónica producto del egoísmo y la violencia de nuestras instituciones primigenias. Allende la ceguera física, Saramago destroza las representaciones volátiles que componen una realidad social frágil, compungida, azarosa y lúdica. Se hace presente en el contexto democratizador cegado de egolatría, carente de la única luz que los mismos contagiados nos convidaron a mirar, sin advertir que ellos eran la más peligrosa de las contraindicaciones.
Un libro con narrativa impresionante, que impide al lector separarse de las abstracciones y simbolismos que él mismo construyó. No se puede ser la misma persona después de leerlo, so pena de quedar ciego.
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