sábado, 23 de junio de 2007

Y el violín seguía sonando...


Fue inútil la obstinación visual por encontrar en las carteleras cinematográficas de nuestras salas populistas (populismo, palabra aberrante en nuestro Estado) El Violín, ópera prima del director mexicano egresado del CUEC, Francisco Vargas, perteneciente a una nueva generación de realizadores que le apuestan al drama social y a la abstracción temática vía derechos humanos.
Opciones muchas, las mismas a las que recurrimos cuando de plano no llegan las cintas predilectas de verdadero cine a nuestras salas. Mientras se anunciaba la premier de Shrek Tercero, Los 4 Fantásticos y demás menudencias de pop corn movie, en cartulinas color verde neón se anunciaba la otra premier: ya se imaginarán cuál fue la opción que elegí.
Lo importante era que estaba en mis manos...¡con una sorprendente calidad! Una vez que hube recuperado la confianza, y que el despecho y la autoflagelación sucumbieron a mi sentimiento de culpa, comenzó la proyección, y al mismo tiempo la conmoción.
¿Cuánto tiempo de duración basta para que un largometraje se convierta en historia de vida? A Vargas le fueron suficientes 88 minutos. Desde el primer minuto el lector cinematráfico pasa de ser mero espectador a testigo ocular de la otra realidad que permea nuestra democracia, gracias a la imponente fotografía BW de Martín Boege y Oscar Hijuelos, la producción heróica de Vargas junto con Ángeles Castro y Hugo Rodríguez, y a la composición visual erudita del mismo Vargas.
La película no otorga concesión. Logra esa disyuntiva cinematográfica de concatenar sentido artístico y miseria humana, sin pretensiones. La imagen del personaje protagónico, Plutarco Hidalgo, interpretado sanguíneamente por Don Ángel Tavira, desglosan un discurso anacrónico, pero que incomoda, desafía, delata una realidad pulsante y existente en la tragicomedia nacional.
Los textos son breves pero elocuentes, cada palabra interpretada por Don Ángel, incipiente actor, a los demás personajes de la película es un desafío dialéctico y etnosocial.
La imaginación es otro elemento que destaca por su imponente acidez. No es una imaginación rosa o generativa de fantasía. Desgrana, coqueteando entre documental y drama, paso a paso eso que todos llevamos en nuestra vida: la visión fraterna, el abuelo condecendiente y protector, la historia de ambición y humildad contada por sus hombres, la desgraciada discriminación y el omnicentrismo cultural que nos hace olvidarnos de esas tierras mágicas, de aire puro y escritas en lodo.
Para los oídos sordos no hay remedio. Y no me refiero a los oídos impedidos por causas patológicas, sino a los que se niegan a escuchar por causas vehementemente políticas, mercadotécnicas, falaces. Olvido y sangre, tortura y muerte, la ley del más fuerte, que obliga a cargar piedras a nuestra gente en posición de nuestro señor jesucristo -así, en minúsculas. El grito de guerra exangüe contra nuestra propia tierra, ante nuestra madre sangre. Y de fondo la Mariquita, ejecutada literalmente con El Violín en tonalidades pardas, entre cascos de militares, humo de cigarrillos sin filtro y un constante olor a mierda.
Es inevitable terminar con las falanges adoloridas. La apuesta de Vargas indirectamente explota la impotencia y la vergüenza. El sacrificio es colectivo y la conmoción cede maquinalmente a la ejecución de un violín manco, imbricado en una artesanal y magistral mutilación. Plutarco, sin el don patronímico, se inserta en la reducida gama icónica de los Clásicos del Cine Mexicano. El Violín es una joya maldita que no estará nunca dirigida a los simpatizantes de los Estrenos de Cine de Verano, se ira por la tangente a convidar al arte y a la historia mexicanas un poco de lo mucho que le debemos al creador: RESPETO.
Felicidades a los que ya hemos visto y escuchado a El Violín. Invitación expresa a los que aún no.

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