
Caminando a pasos sincopados, respiraba un olor a hierba y tierra que le relajaban sus fosas nasales, sustituyendo el sabor a ron por el rocío de martes nublado. Su bolsa fungía más como barrera objetal; ¿por qué no traje mis libros?, se preguntaba. Sin ellos desnuda y susceptible; con ellos lúcida y legítima. Soslayando las miradas de los pocos universitarios que ponderaban sus últimas calificaciones, cedió al aula donde tantas veces fue linchada por las bocas y los recaditos en pedazos de papel, por las dudas de sus alumnos, por las evaluaciones docentes, por la soledad de que implica estar frente a un grupo de 22 (¿o eran 25?). Sucumbió, al mismo tiempo, a su revitalizante nostalgia, a su doctorado, a sus triunfos académicos, a sus tesis sobre el cambio social y los procesos electorales.
Ella y su dipsomanía tejiendo un monólogo efímero y engañoso. La pulcritud del piso la asustó y le dieron ganas de seguir bebiendo. Una pareja de profesores caminó frente a su aula. Ella alcanzó a advertir sus risas y sus palabras altisonantes, producto de anecdotas compartidas:
- ¡Buenos días, maestra!
- ¡Hola! ¿Cómo les fue en el semestre?
- Ya estamos preparando el que viene.
La pareja siguió caminado, reanuadando los pretextos anecdóticos. Ella se quedó con una sonrisa fingida en el rostro y espeto mierda, mientras lamentaba no haber portado un libro en sus manos sobre administración pública.
Había perdido la noción del tiempo. Sus manos comenzaban a temblar y le dieron ganas de orinar. Su continencia le provocaba un pequeño malestar en las vías urinarias, señas de que había bebido más ron que antier.
Salió del aula. Caminó rumbo a los sanitarios. Caminó por los pasillos del edificio. Miró su reflejo apesadumbrado por las ventanas. Al pasar frente a un aula dirigió una mirada fugaz al interior del inmueble. Los escrutó. Notó la risa de uno, la burla de otra, el gesto arcano del que emitió un yavaliomadre agudo y débil. Las ganas de orinar desaparecieron junto con el pequeño malestar instantáneamente. Fueron sustituidos por la vergüenza y el sosiego.
No habló más de lo meritoriamente necesario con ellos: gracias, el próximo viernes doy calificaciones, está bien, pero sin falta. La recepción de los trabajos significó una tarea ardua, más de lo que había imaginado. Al subir a su coche, reconoció que no había logrado fingir su embriaguez de manera efectiva. Sintió ganas de ver televisión, de llamar a su ex esposo, de comer chile. Exhaló una breve ventosidad que emitió un gemido anal hueco y fétido. Tomó la autopista y decidió comprar más ron.
*Foto: Luis Nataren "Tomando el Sol"
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